miércoles, 23 de enero de 2013

Ella


Cuánto la adoraba. Cuantísimas horas –difíciles- de infancia pasé soñando ser ella. Pura, impecable, con perfume a ropa recién lavada o a jazmín, su límpido flequillito rubio perfectamente acomodado en diferentes peinados (que también rankeaban diferente para mí, porque no era lo mismo la colita de caballo que las hebillitas al costado del flequillo, o una onda más raya al medio) y el brillo inocente y pícaro de sus frescos ojitos, todo en ella denunciaba lo que yo no era, pero quería ser. Ella era para mí la imagen de la pureza, de la belleza, de lo superior. Supongo que si mis padres me hubieran hecho religiosa hubiera sentido eso por no sé, ponele, la Virgen; o por los angelitos, o por Dios. En mi casa eran marxistas leninistas y yo creía en ella. Pero ella con los vestidos acampanados (el rosa clarito combinado con la blusa blanca era mi preferido)  y el pelito lacio y corto; no ella al final, cuando se transformaba en algo para mí incomprensible, lleno de rulos y cuero y pantalones ajustados perdiendo toda el aura y que absurdamente parecía ser mejor a los ojos de todos los demás.

Tardes y tardes musicalizadas por la banda sonora reproducida a cassette, sentada  sola ante mi escritorio -pero sola no porque la tenía a ella- junto a la fotonovela que reproducía la película, copiando con mis 40 marcadores Staedtler mis fotos favoritas, esas en las que se la veía más pura, más chispeante, más bella. Tardes y tardes de mi vida eclipsada por su pollera acampanada y su sonrisa brillante. Mis ojos eran todo ella. 

Logré conseguir hasta un trajecito amarillo pálido parecido al que usaba cuando cantaba "Tell me more, tell me more". Peor me fue con el rudimentario corte de pelo que en la peluquería del barrio intentó emular la melenita con flequillo que a ella le quedaba tan bien.

Los años se la fueron llevando. La película pasó de ser casi inaccesible  (en el cine era prohibida para 14 y yo tenía 10, además tenía que conseguir quien me llevara a verla una y otra y otra vez más) a un objeto poseíble, un cassette de VHS que podía poner cuando quisiera, y claro, ya no quería. Después bajó aún más de categoría a película del cable a las dos de la mañana cuando a nadie le importaba nada. Hasta doblada la dieron. Mis amigas me regalaron el VHS y también el CD con la banda sonora, más como manifestación de profundo y arcaico conocimiento y cariño que por sospechar la inconfesable realidad de que de tanto en tanto lo escuché, como de tanto en tanto me quedé de dos a tres de la mañana mirando un cachito y cantando en voz baja, sólo para mí misma, cada una de las palabras de "Hopelessly devoted to you" y "You're the one that I want" que el día de hoy recuerdo de principio a fin. Hasta llegué a valorar el cambio en el final, y –adulta al fin- entendí que su transformación de corderita en loba feroz estaba buena para John Travolta. Ojo, igual para mí no.

Cuando mi hija nació dimos muchas vueltas para nombrarla. No queríamos hacerlo sin antes conocer su mirada, su forma, su energía. Aún así, tardamos bastante más en decidirnos hasta dar el veredicto final.

Cuando mi primo Gabriel, casi un hermano desde el principio de los tiempos (con lo bueno y con lo malo), se enteró del nombre elegido, largó una carcajada. “¡Le pusiste 'Olivia'!”.

Es verdad. 
A mi hija, le puse Olivia.







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