Matías tiene tres años. Es alto, flaquito y flexible, de pelo largo y
sedoso y ojitos oscuros y despiertos. El parque es como su casa, ahí creció,
ahí nos conoce a todos y todos lo conocemos. Recorre los improvisados picnics
familiares estudiando quién tiene las mejores galletitas y cuando las descubre,
pide de ellas sin pudor alguno. También le pide a cualquiera que le ate las
zapatillas, lo ayude a subir a la hamaca o lo espere en el tobogán.
Desde que Olivia tenía meses, Matías se hizo presente en su
vida. Cuando llegaba en su cochecito, bebé casi peladita descubriendo el cielo
y el pasto, Matías se acercaba corriendo y la saludaba con un expectante “hola,
Olivia” que claro, no obtenía respuesta.
Una vez, cuando Olivia tenía alrededor de siete meses y
estaba sentada sobre su mantita jugando con sus chiches, Matías se
acercó de la mano de un hombre mayor y le espetó: “Olivia, saludá a mi abuelo”. Otra vez, estábamos con una Olivia apenas deambulante yéndonos
del parque cuando escuché a Matías gritar mi nombre una y otra vez. Nos detuvimos y Matías llegó
corriendo, agitado, trayendo una mariposa naranja que quién sabe de
dónde había sacado para regalársela a ella.
Hace un par de meses, Matías arrancó una florcita amarilla,
de esas que son como solcitos que el pasto te regala porque sí, y se la trajo a
Olivia. Tuve que mediar bastante para que Olivia entendiera que era para ella, que
la agarrara y que balbuceara algo que Matías pudiera interpretar como un “gracias”.
La florcita quedó en manos de Olivia mientras Matías le explicaba: “ahora me
tenés que correr”, y salía corriendo esperanzado de que ella lo persiguiera.
Olivia arrancó a correr pero enseguida tomó otra dirección mientras Matías
agitaba sus brazos, en inútil esfuerzo por indicarle que a quien tenía que
correr era a él.
Ayer, Olivia subía y bajaba la montañita del parque cuando
vio una de esas florcitas amarillas en el pasto, las mismas, los solcitos. Se
quedó congelada mirándola durante un momento. Después, inesperadamente, gritó “¡Mati!”. Sí, "Mati" gritó. Yo, madre
incrédula, necesitaba confirmación: hacía al menos dos meses de la anécdota de la florcita, y en la vida de Olivia dos meses son como diez años en la mía. “¿’Mati’ de ‘Matías’, decís? ¿Lo estás llamando a Mati?”.
Olivia empezó a buscar por todo el parque al grito de “¡Matiiiii!” “¡Matiiiiii!”.
Hasta que lo encontró comiendo galletitas en algún cónclave familiar. Sonrió emocionada y confirmó, nombrándolo plena, segura, por primera vez: “Mati”.
Mati jugó con ella, los dos corrieron alrededor del arenero y
de ambos lados del vidrio de entrada del edificio. Olivia subió al tobogán.
Matías se puso a jugar con los baldecitos en la arena. Olivia desde arriba del
tobogán le gritó “¡Matiiii!”. Matías no le contestó. Olivia insistió: “¡Matiiii!
¡Matiiii!”. Matías apenas levantó la vista y, con un aire de infinita
indiferencia, respondió: “¿Qué pasa, Olivia? ¿Qué querés?”.
La histeria, señores, no tiene edad.
MATÍAS II
(la secuela)
Una madre escribió y publicó el cuento que la otra madre
mostró; ambas demasiado adultas, demasiado imprudentes, demasiado expectantes.
Entonces las diferencias se hicieron infranqueables: un nene de tres no podía
tener semejante lazo, encima público, con una bebé. Durante meses Matías
explicó hasta el cansancio que Olivia no tenía siete años, también que su
corazón estaba comprometido (“¿ves ese corazón de tiza? Dice ‘Mati y Mica’,
¿ves?”) y que sus intereses abarcaban territorios muchísimo más lejanos que los
chiches, las mantitas y los balbuceos de ella. El universo de Mati iba desde sistemas
solares inventados (con sus planetas, continentes, países y ciudades) hasta
superhéroes conocidos e ignotos, pasando por el alfabeto en inglés dicho al revés
y al derecho también. Olivia no acusó el golpe, ocupada como estaba en dominar
el lenguaje que usaban todos y comprender su mundo inmediato que quedaba
muchísimo más cerca que los planetas inventados por él.
El pelo de Mati siguió creciendo rubio y brillante, sus ojitos siguieron tan oscuros e
inquisidores como antes, pero fueron deteniéndose cada vez más en sus pares, en
el fútbol, en su hermano mayor, y cada vez menos en los adultos, en las
galletitas y en los bebés.
Olivia creció larga, hermosa, ágil; aparentemente hostil,
profundamente tímida. Matías creció veloz, inteligente, indiferente.
Ayer, la suerte volvió a encontrarlos en un mismo lugar. Como
muchas otras veces en estos largos pocos años.
Matías cansado por el fútbol, rogando a su madre permiso
para meterse en una pileta demasiado fría. Olivia agitada, en una pausa de la
carrera hacia ninguna parte que corren a diario las más chiquitas del parque,
dejándose calzar una zapatilla.
Mati la vio.
Con curiosidad, con pausa, con dudas, la vio.
Hubo un silencio, un detenerse de todo que seguramente sólo
ellos y sus madres registramos.
- - ¿Y ahora… cuántos años tenés?
Olivia llevó sus grandes ojos celestes hacia abajo, como casi
siempre que alguien le habla sin avisar, y amagó pero no se escondió tras su
mamá. En cambio dudó y lo miró de costado, sin levantar del todo la cabeza, sin
asumir ni mostrar su valentía. Respondió con curiosidad, con ganas, como hablándole
a un remoto recuerdo. Los ojazos celestes y los ojitos intensos se encontraron ahí, en la mitad del camino surcado por mantas, mates y galletitas.
- - Cuatro y
medio…
Y así quedaron, mirándose un larguísimo instante
extrañados, curiosos, pensativos. Como si supieran.
Las madres no nos atrevimos ni a respirar.
Pero el partido seguía, las chicas querían volver a correr,
los planetas querían volver a girar.
La mirada se desarmó en un segundo y todo una vez más dejó
de ser, como si nunca hubiera sido.
Matías volvió, persistente, a pelear con su mamá el derecho
a ser valiente como su hermano mayor. Olivia terminó de calzarse la zapatilla y
volvió al trote a ocupar su lugar entre las mínimas mujercitas que la esperaban
para correr.
No pasó nada, parece.
Pero ahora las mamás sabemos que saben. No sabemos qué es lo
que saben, pero saben.